
La Guelaguetza desde el cerro y la infancia
Crónica de un lunes eterno: La Guelaguetza desde el cerro y la infancia
Por: Armando Andrade Vasquez
Julio no era solo el mes de las vacaciones, sino el anuncio de algo más grande: la llegada del Lunes del Cerro, como lo conocíamos en aquel Oaxaca de los años 70 y 80. Para nosotros, niños y niñas de barrio, la fiesta no era solo una tradición; Era una aventura que marcaba el alma.
El domingo anterior comenzaba la magia. Después de misa en la iglesia del Carmen, entre castillos de fuegos artificiales y el aroma del atole de chocolate sin exceso de azúcar, saboreábamos empanadas y memelitas. Con el estómago y el corazón llenos, nos íbamos a dormir temprano, sabiendo que al día siguiente nos esperaba el cerro… y la fiesta.
La madrugada del lunes, acompañadas de tías, hermanos, primos y vecinos, emprendíamos la caminata rumbo a la Rotonda de las Azucenas. No llevábamos bloqueador, ni repelente, ni teléfonos, ni cámaras; solo un sombrero, una chamarra, comida casera, agua… y muchas ganas. Eran otros tiempos. Más sencillos. Más humanos.
Para mí, con apenas 10 años, caminar esos cuatro kilómetros era una hazaña. Pero valia la pena. Llegar al cerro, extender un mantel en el suelo, sacar las canastas y desayunar, las memelitas, salsa de chicharrón, talludas, quesillo, bajo el sol era parte del ritual. La travesía abría el apetito, y la comida sabía a gloria. Y eso era apenas el inicio.
Mi tía Maga —que en paz descanse— nos guiaba entre los puestos que subían por las escaleras del Fortín. Comíamos de todo: chicharrones, palomitas, cocos, cuajinolotes, mangos en vinagre, arroz con leche, agua de chilacayota, tejate y, por supuesto, los inolvidables piedrazos de Oaxaca. Yo, niño feliz, pensaba que eso era lo mejor del Lunes del Cerro.
Pero entonces sonaba la chirimía… y el cerro entero despertaba.
Venían las Chinas Oaxaqueñas, la Tortolita Cantadora de Huautla, las chilenas de Pinotepa, los sones de Pochutla, el Jarabe Mixe, y, al fondo, la canción Mixteca. Ese momento era sagrado para mi familia, ya que somos ascendientes de la tierra del sol, lloraban mis tías con el pañuelo en mano, conmovida por la fuerza de la música y la identidad mixteca. Luego, la alegría regresaba con Flor de Piña, con sus trajes coloridos, y lo imponente de los penachos con la Danza de la Pluma.
Era entonces cuando el sol se despedía. El cielo se nublaba, y como cada año, Tláloc lloraba con nosotros. Caían unas gotas, suaves pero constantes, como si la lluvia también sintiera que la Guelaguetza llegaba a su fin. Los árboles se convertían en refugio para los que llegaron más temprano y alcanzaron lugar debajo de los arboles del cerro y los que no teníamos cobijo de un árbol, hacia de dos o nos mojábamos y corríamos a las escaleras a cobijarnos en los frondosos arboles de laurel que allí están hasta la actualidad y son testigos de los lunes del cerro, y cada familia se organizaba para regresar a casa, empapada pero muy contenta.
Antes de bajar, había una última parada. Cortábamos las azucenas que crecían silvestres en el Fortín. Por eso, a ese lugar le decíamos con cariño la Rotonda de las Azucenas, antes de que se llamara oficialmente Auditorio Guelaguetza.
Volvíamos a casa llena: de comida, de música, de cultura, de orgullo y sentimientos de pertenencia.
Y aunque haya pasado el tiempo, para quienes lo vivimos, ese lunes nunca terminó.
Ahora no se siente esa hermandad que se tenia cuando era un encuentro espiritual no un evento comercial.
Por eso en mi corazón siempre estará el lunes del cerro, con la tía Maga.
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